Descripción |
Retrato de Septimio Severo. Cabeza levemente girada hacia la derecha y con la vista levantada. El cabello se organiza radialmente desde la coronilla en bucles pastosos y rizados que debieron poseer bastante volumen, pero que han sufrido un cierto desgaste. La zona frontal del cabello presenta numerosos toques de trépano, que forman un contrastado juego de luces y sombras. Los ojos son almendrados, muy abiertos, y poseen pupila e iris trabajados con un marcado contorno y lagrimal trepanado, y las cejas arqueadas. La nariz es recta y pequeña, y tiene su extremo fracturado. Toda la mitad inferior está dominada por la abundante y larga barba, que se divide en el centro y forma dos gruesas bandas. La boca, con el labio superior oculto por el pelo de la barba, es pequeña y carnosa, con el labio inferior muy bien perfilado. Su conservación es bastante buena, a excepción de numerosos saltados del mármol en los extremos de los bucles y erosiones en pómulos, cejas y apéndice nasal. En la zona trasera tiene un hueco que debió servir para algún tipo de vástago o enganche. El tipo de perforación parece efectuada a posteriori, no sabemos si con la finalidad de fijar la pieza a algún fondo o soporte trasero, o bien para aplicarle un elemento complementario como el velo o corona. La fractura del cuello no permite distinguir si se trataría originalmente de una estatua completa o de un busto.
Septimio Severo (193-211) fue el fundador de la dinastía severa. Originario de Leptis Magna, había sido elevado al rango senatorial por Antonino Pío. Participó en la revuelta contra Cómodo y supo hacerse con el poder en la caótica situación que se produjo tras su muerte. Siguiendo su espíritu militar, condujo campañas contra los partos, que llevaron a la conquista de Ctesifonte y a la creación de la nueva provincia de Mesopotamia. Murió en Eburacum (York) mientras luchaba contra tribus rebeldes en la frontera escocesa. Dice Dión Casio que hasta el fin, se mostró tan activo que, incluso en el momento de su muerte, dijo a los que le rodeaban: decidme, ¿aún nos queda algo que hacer? (Historia Romana, Ep. 77, 17, 4). Padre de Caracalla y Geta, su esposa, Julia Domna, de procedencia siria, mantuvo tras su muerte una gran influencia.
Las fuentes le describen corto de estatura pero fuerte, aunque los ataques de gota llegaron a debilitarle mucho. Mentalmente era astuto y enérgico. Con respecto a su educación, habría deseado más de la que había disfrutado, y por ello era hombre de pocas palabras (Dión Casio, Historia Romana, Ep. 77, 16, 1-2). Los testimonios coinciden en transmitir la imagen de un hombre de un gran carisma e implacable con sus enemigos. Esta idea queda plasmada en la Historia Augusta, cuando menciona que el Senado declaró que Severo o bien no tendría que haber nacido o bien no haber muerto nunca, ya que por un lado había sido demasiado cruel, y por otro, había prestado un gran servicio al Estado (Historia Augusta, Severo, 18, 11).
La expresión de Septimio Severo en este magnífico retrato nos transmite una espiritualidad que contrasta con la firmeza y el aire castrense de sus primeras efigies. La composición, en la que se integran admirablemente sus rasgos, menudos, con una desbordante cabellera, se abre por medio de la mirada, que se eleva hacia la derecha.
Esta pieza se integra en el denominado tipo Serapis de Severo, que se caracteriza por los rizos que caen en vertical sobre la frente, emulando a las representaciones de esta divinidad. Con la ayuda de las acuñaciones, en las que este motivo se aprecia con claridad, existe hoy un relativo acuerdo sobre su momento de aparición, que se fija entre los años 200 y 201. Todo parece indicar que su vigencia se mantuvo hasta el año 206, cuando fue sustituido en las emisiones monetales por el último emperador. El profundo relieve que presentan los mechones, así como el ondulante y dinámico juego de sombras y la intensa carga expresiva de esta, nos sitúan en un momento cercano a la sucesión de Caracalla, en torno al año 206.
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