Clasificación Razonada |
Nuestra pieza llegó tempranamente al Museo de Reproducciones y José Trilles, su vaciador, fue uno de los escultores con más presencia en estos momentos iniciales, siempre con obras de cuidada factura, como en este caso, en el que, no obstante, no apreciamos las rebabas de las zonas de unión de los moldes y sí, al parecer, abundantes repintes y restauraciones. Con respecto al original, ha introducido dos modificaciones, recreando la pantorrilla y pie derechos de la ménade, bastante perdidos en el original.
Este se conserva, casi completo, a excepción de la parte delantera del cuerpo de la ménade y el remate de la vara del sátiro, y muestra una escena de danza frenética, especialmente en lo que atañe a la figura femenina, contorsionada hacia atrás por la cintura, al tiempo que sus hombros giran violentamente hasta quedar casi situados en un plano perpendicular al suelo. La cabeza, muy caída hacia atrás, deja ver los cabellos dispuestos en largos mechones rizados, ondeando al viento.
Se cubre con una túnica (un quitón) que, sujeta al talle con un ceñidor, marca sus formas y describe fuertes ondulaciones a la altura de las piernas. Un manto, recogido en la parte superior de la espalda, cubre los hombros y remata en movidos pliegues a la altura del brazo derecho, dirigido hacia abajo. La mano del otro brazo, dispuesto en sentido ascendente y doblado hacia atrás, sujeta un corto tirso, rematado en una piña de hojas de hiedra y con una cinta anudada cerca de su extremo. Sendas serpientes vivas se enroscan en cada antebrazo.
Le sigue un sátiro -reconocible por su pequeña cola-, con una disposición general inclinada hacia adelante, que ofrece un claro contrapunto con la de la ménade, y permite al conjunto expresas la idea de una composición a la vez dinámica y cerrada.
Este ser mitológico ejecuta una especie de paso de baile, apoyando la pierna derecha sobre la punta de los dedos y levantando, flexionada, la otra. Su brazo izquierdo sostiene un palo largo, rematado en un objeto circular incompleto, en cuya cara interior se aprecia una especie de granulado. Merced a otras representaciones análogas, cabe suponer que se trate de la última y más grande de una serie de piezas en forma de hongo, generalmente tres o cuatro, de tamaño decreciente, superpuestas, como aquí, en el extremo de una vara, y cuyo nombre y finalidad desconocemos. Al igual que los de los tres conos que, sujetos por una cinta, coronan su cabeza. Con el dedo índice de la mano derecha y el brazo extendido, sostiene el asa de una copa de tipo cílica, representada con una perspectiva ligeramente distorsionada. Podría tratarse de una evocación del juego del cótabo, al que se dedicaban los invitados de los simposia griegos y que consistía en acertar, con las heces del vino restantes en la copa, sobre un blanco metálico dispuesto en la sala del banquete.
En la Grecia arcaica, los sátiros, en torno a la veintena, todos con nombres propios, eran genios de los bosques, símbolos de diversos aspectos de la naturaleza que pasaban sus días en intercambios amorosos con las ninfas. A partir del siglo VI a. C. fueron asociados a Dionisos y sus representaciones artísticas atenuaron sus rasgos caprinos (pezuñas, orejas puntiagudas, cuerpo velludo) en favor de un aspecto más humano.
El sincretismo romano vio en ellos manifestaciones de Fauno, una antigua divinidad de la naturaleza, de nombre coincidente con uno de los primeros reyes del Lacio. Profético y oracular, Fauno se manifestaba en el silencio del bosque o en la batalla, y pronto fue asociado al rijoso híbrido griego acompañante de Baco / Dionisos.
Sátiro y ménade representan aquí una escena de trance orgiástico dionisíaco, desarrollada por personajes mitológicos. Es el "enthousiamos", la posesión divina, lo que explica la agitada figura de la ménade, una de las mujeres que cuidó a Dionisos niño cuando, al poco de nacer, hubo de ser llevado a Oriente para alejarle de los celos de Hera, su vengativa madrastra.
En conmemoración de estos hechos y como rito cultual habitual, las adoradores de Dionsos / Baco, mayoritariamente mujeres, celebraban reuniones en ambiente campestre, fuera de las ciudades. En dichas asambleas, según las fuentes literarias, entraban en trance, recorrían campos y bosques danzando, jugando con e incluso amamantando a animales salvajes, a los que también podían llegar a despedazar. Algunos estudiosos, señalando la estrecha analogía entre los comportamientos de las bacantes descritos en las fuentes clásicas y algunos episodios análogos, de los que tenemos constancia histórica, sostienen que tales escenas de culto tuvieron efectivamente lugar en el mundo griego. Otros, por el contrario, creen que se trata de una figura literaria, una idea colectiva del imaginario del momento, sin relación con la realidad.
En cualquier caso, los ritos de culto al dios son tan singulares en el contexto griego como el dios mismo. Hijo de una mortal (el único de ellos), tiene que nacer dos veces -o tres, según las leyendas. Criado fuera del ambiente divino, una vez crecido vuelve a Occidente, en un viaje en el que instaura su culto. Amablemente, allí donde es aceptado, pero de forma violenta en caso contrario. A diferencia de lo que ocurre con el resto de las deidades, en general vinculadas a la ciudad, al orden político y social y al mundo masculino, la mayor parte de quienes celebran el culto a Dionisos son mujeres, y lo hacen fuera de la "polis", en un ambiente salvaje, ajeno a las convenciones de todo tipo que garantizan el buen funcionamiento social.
En general, este tipo de representaciones, con figuras tanto creadas como copiadas, fue promovido en los talleres áticos a partir del siglo II a.e.c., de donde pasó a Roma, manteniendo, al parecer, un sentido fundamentalmente decorativo. Por ello se piensa que el original, conservado en el Museo del Prado, puede proceder de alguna de las villas de lujo que existían en el entorno de Roma, y por paralelos estilísticos, reclama, según Schröder, cronologías de hacia los años 50-40 a.e.c.
|